Laberinto.3

Artemisa aprendió a caminar a los ocho meses. Corría por la casa colocándose en situaciones de peligro continuamente. Que si se paraba al borde de las escaleras, que si metía los deditos en los enchufes de la luz, que si agarraba los vasos de cristal y los rompía. La niña era terriblemente inquieta. La madre estaba todo el día de un lado para otro sin descanso. No le daba tiempo para hacer nada más que atenderla.

Cuando Leonardo llegaba del colegio, entonces comenzaba a cuidar de Artemisa, evitando que se hiciera daño. La madre lo miraba orgullosa, descartando que el niño sintiera celos por su hermana menor.

—Las madres sabemos más que los psicólogos —dijo a su esposo—. No creo que Leonardito esté celoso de Artemisa. Él la cuida, está todo el tiempo pendiente de ella. La quiere mucho.

—Entonces vamos a esperar a ver qué pasa —contestó el padre—. Noto que cuando lo llevamos al doctor se pone triste. Creo que tienes razón. Tenemos que confiar en él.

Leonardo no fue más donde el psicólogo. Siguió ocupándose feliz de su hermana. Según el sueño de la niña se reguló, él también pudo dormir mejor. Dejó de dormirse en la escuela y se veía más alerta. Todavía sentía un poco de ansiedad al separarse de ella en las mañanas, pero al darse cuenta de que al llegar a la casa Artemisa estaba bien, comenzó a tranquilizarse.

Artemisa estaba dotada de una gran inteligencia. Pronunció sus primeras palabras a los diez meses. Lo primero que dijo fue “¡Dito, ven acá!”. La familia completa se sorprendió. Leonardo fue corriendo, la tomó en los brazos y la llenó de besos. Luego miró a sus padres sonriendo lleno de alegría y orgullo. Artemisa era su dueña para siempre.

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