El hombre que quise ser

Mientras la tomo por su brevísima cintura, dando vueltas al compás de este vals que nos envuelve, solo quisiera agarrarla, llevarla a una habitación y hacerle el amor. Siento su olor a alelíes, a rosas. La suavidad de su piel rozando la mía. Su pelo largo, ondulado, enredándose en mi barba. Me estremece. Si ella supiera lo que estoy pensando, cuando se cruzan sus ojos con los míos y sonrío… A ver, si le digo, seguro que se moriría de vergüenza. Me cruzaría la cara con una memorable bofetada. Tendría que salir de aquí, humillado, sabiendo que ella jamás me permitiría acercarme de nuevo.

Pero soy un caballero.

En este salón, entre tantas personas, siento su cuerpo, su calor. Sé que sus senos son redondos, carnosos, de piel muy blanca. Imagino sus pezones rosados… Quiero verlos. Podría dibujarlos si quisiera. Sus caderas son anchas. ¡Está buena esta mujer! Pero no se lo puedo decir. Ahora no. Quizás después. Tal vez en dos semanas. No. Es muy pronto. ¿En un mes?

Me molesta la camisa, el cuello alto, el lazo. Me acomodo la chaqueta. Busco el reloj de bolsillo y miro la hora. Es tarde. Muy tarde. ¿Cómo se hizo tan tarde?

Despierto.

¿Cómo se ha hecho tan tarde? Llegaré tarde a la oficina. Mejor llamo para avisar.

—Anita —dice al escuchar a la recepcionista—, estoy un poco retrasado, llegaré como a las nueve. ¿Puedes avisarle al señor Rivera?

—Claro que si, Don Agustín —contesta ella—. Él tampoco ha llegado, pero tan pronto llegue, le diré.

«¡Ay, este Agustín! No sé de que se preocupa tanto, si ya está pasado de jubilación», piensa Anita.

13 comentarios en “El hombre que quise ser

Deja un comentario