Marion, ¿de dónde vienes?

Todo comenzó la noche en que mi madre llegó con una amiga que yo jamás había visto. La mujer tenía una niña un año o dos menor que yo. Ambas tenían los cabellos rubios y la piel muy blanca. Ella, la mujer, lloraba desconsolada y tenía un ojo amoratado. Mi madre se sentó con ella en el sofá del salón y empezaron a hablar cosas de adultos, por lo que me dijeron que me fuera a mi cuarto llevándome a la niña conmigo. Enseguida me di cuenta de que no seríamos amigas. Tan pronto entró a mi habitación miró hacia todos lados. Observó mi cama, mis muñecas y mis juguetes con desdén.

—Eres una niña fea y todas tus cosas son una porquería —soltó enseguida, mirándome de arriba a abajo —. Pareces una monita, negra y fea.

Yo no supe qué decir. Era la primera vez que alguien me llamaba fea, negra, o que parecía una mona. Entonces la niña me golpeó muy fuerte con el puño en la cara. Supongo que la sorpresa arropó mi rostro y ella se rió burlona. Yo sentí una angustia terrible y comencé a llorar. Corrí al salón a contarle a mi madre, pero ella me mandó a callar diciéndome que era muy feo que acusara a la niña que era más pequeña. Luego miró a la mujer y le dijo que parecía que estaba celosa porque nunca habían otros niños en la casa. La niña se mofó de mi sacándome la lengua.

Unos minutos más tarde, un camión de mudanza llegó. Los hombres entraron a la casa y sacaron mi cama, mi armario y mis juguetes colocando las cosas de la mujer y su hija en mi pieza. Mis cosas fueron a parar al almacén. Con horror miré a mi madre, quién parecía muy complacida con lo que estaba sucediendo.

—¿Qué está pasando, madre? —pregunté.

—Luego te explico. No es el momento —respondió ella sin más.