Marion, ¿de dónde vienes? XV

Mis padres buscaron una orden para ingresarme en una institución de “reposo”. Según ellos no podía seguir así. Me estaba matando y conmigo se moría mi bebé.

—¿No sientes pena de él, Marion? —reclamaba mi madre.

Claro que sentía pena. Yo iba a ser una pésima madre. No creía en el aborto, ¿pero qué le esperaba a esa criaturita unida a mi destino?

Cuando llegué a la institución me dijeron que debía comer o de lo contrario tendrían que alimentarme por las venas. Tenía pánico a las agujas por lo que decidí hacer un esfuerzo, aunque nada me apetecía. Me dieron antidepresivos. Tomé terapias de grupo e individuales. Sentí que mi autoestima mejoraba, dormía mejor, comía bien. Empezaba a ver las cosas más claras.

—Creo que ya es tiempo de que vuelvas a casa —anunció Fernando, mi psicólogo.

—Tengo miedo, no quiero volver. Estoy bien aquí —dije.

—Tienes que ir —contestó en un tono cariñoso—. Hasta ahora has estado en un ambiente controlado, preparándote para salir al mundo real. Ya estás lista, Marion.

—¿Cuándo me iré? —pregunté atribulada.

—Mañana —respondió—. Tienes que ir a ver a un médico en una semana para continuar con tu tratamiento afuera. Debes continuar tomando tus medicamentos, es importante.

—¿Quién va a ser mi doctor? Quiero que seas tu, por favor —supliqué.

—Está bien, Marion —dijo sonriendo—. Me halagas. Mira, habla con la secretaria y pide una cita. Dile también que te de el número de mi celular de urgencias.

—Gracias, Fernando. De verdad, muchas gracias —dije, abrazándole con cariño.

Yo sentía que Fernando me comprendía muy bien. Había sido capaz de contarle mis secretos más vergonzosos sin que me juzgara. Sus palabras siempre me reconfortaban. Me sentía a salvo con él. No quería cambiarle por otra persona. No quería empezar a contar todo de nuevo. Fue una suerte que aceptara continuar mi tratamiento. Era muy importante para mí.

Regresé a la casa de mis padres al siguiente día. Miré el viejo cuadro del torero y seguí para mi habitación. Me recosté y me quedé dormida. Mi madre fue a despertarme para la cena.

Durante la cena me quedé observando a mis padres. Fernando me había dicho alguna vez que observara todo lo estaba a mi alrededor. Que no era solo «estar» en el mundo, sino «ver inteligentemente» lo que en él estaba. Observé cómo mamá  sirvió la comida en silencio. Papá tomó su plato y comía, también en silencio. No se hablaban. A mi tampoco me hablaban. Era como si temieran decir algo incorrecto.

—Mamá, ¿por qué tienes ese cuadro tan feo en la sala? —pregunté rompiendo el silencio—. El del torero… Ese cuadro está con nosotros hace tanto tiempo… Yo creo que desde…

—Ese cuadro está con nosotros hace muchos años y se va a quedar ahí en donde está —contestó tajante—. Es un pequeño recordatorio.

—¿Un recordatorio? ¿De qué? —pregunté curiosa.

En eso mi padre dejó de comer. Se levantó de la mesa y dejó su plato en la cocina. Luego salió de la casa. Mamá terminó de comer en silencio. Cuando terminó, también se levantó y se fue a lavar los platos.

Me quedé sola en la mesa. La pregunta se quedó en el aire.

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