Noche de Semana

Aida contempla al hombre que lleva el ramo de flores en sus manos. Observa como las mira sin mirarlas y sonríe seguramente pensando en la reacción de la que las recibirá. Aida está subiendo a su carro, lista para regresar a su casa del supermercado, pero se detiene cuando vé al hombre de las flores. Es un hombre negro y alto. Le llama la atención su tosquedad endulzada con la visión floral. Parece que regresa del trabajo. Maneja un vehículo de carga de esos que usan los obreros de la construcción. A Aida se le figura que huele a sudor, a hormonas de macho.

Él se sube al vehículo, pone las flores en el asiento del pasajero e inicia la marcha. Aida no puede quitar la vista de la escena y se inquieta queriendo participar en la escena a continuación. Decide seguir al hombre de las flores. Desde su carro, Aida vé que el hombre toma su celular y parece contestar una llamada. Sonríe. Aida solo puede imaginar el contenido de la conversación. Habla con la mujer que recibirá las flores. Coquetea con ella por un momento. Le sugiere lo que harán esta noche. Es día de semana, así es que no saldrán a cenar seguramente. No dice nada de las flores, solo conversa y bromea un poquito subido de tono. El hombre de las flores se detiene en el semáforo. Ella se detiene junto a él esperando que cambie la luz roja. Lo espía disimuladamente para evitar que  la note.

Aida conduce un compacto super económico, desde donde tiene una visión perpendicular del hombre de las flores. En este punto parece que está escuchando música pues mueve la cabeza al compás de algún ritmo, contento. Aida aprovecha el momento y mira detalladamente su rostro desde abajo. «Tiene cara de buena gente, de hombre bueno, sano, trabajador», pensó.

Aida es una mujer de mediana edad.  No ha hecho otra cosa en los últimos dos años más que ser una ama de casa, sin ninguna otra gestión que ir al supermercado una vez a la semana para el mandado. Siente que hoy su día tiene algún sentido. La idea de seguir a este desconocido la excita. Se pregunta a qué barrio se dirige. A juzgar por su vehículo y su facha de obrero debe vivir en el «south side». Quiere ir mas allá, saber que va a hacer y con quién. Hace mucho que no siente calor en su cama, que no siente las manos de un hombre como ese recorriéndola.

«El hombre de las flores debe tener un nombre», se dice. «¿Pero cuál? Adán. El hombre de las flores debe llamarse Adán, como el primer hombre», concluye. La luz cambia y Adán arranca. Ella arranca trás él y hace lo posible por no perderle. Él parece tener algo de prisa y ella acelera porque no quiere perderse ni un segundo de ese encuentro con ella, con la otra.

Como pensaba se dirige hacia el sur. Entra en el barrio y se detiene en una esquina donde hay un grupo de cuates que le saludan con la mano. Aida reduce un poco la velocidad para que los cuates de la esquina no prevengan a Adán de que ella le sigue. El baja el cristal y uno de ellos se acerca a la ventana. Le señala el asiento del pasajero.  Algo le dice, se ríen y se chocan la mano. Adán le da un cigarrillo, sube el cristal y continúa la marcha. Aida le sigue despacio. Son las siete y treinta, y Adán se detiene frente a una casita azul con unos rosales amarillos, rosados y rojos en el frente. Casi no hay luz solar pero los colores se pueden apreciar. La casita tiene un pequeño balcón con un banquito mecedora sujetado con cadenas desde el techo. Hay muchas plantas colgando y el verdor lo adorna.

Adán se baja de su vehículo de trabajo, abre el portón y se dirige a guardarlo al lado de la casita. Aida baja un poco su cristal y puede percibir el olor de las rosas y de un guiso que seguramente, la mujer que recibirá las flores ha preparado esperándole. El recoge las flores del asiento del pasajero, las vuelve a mirar sin verlas, mueve la cabeza de lado a lado y se ríe para sí. Abre la puerta con la llave y Aida puede ver desde afuera unos brazos que le abrazan y a Adán entregando las flores, dando un beso de amor que promete un revolcón monumental en una noche cualquiera de día de semana.