Laberinto.14

—¿Qué buscas en la habitación de Leonardo? —preguntó la madre, al encontrar a Artemisa buscando entre las gavetas de su hermano.

—¡Ay, madre! ¡Por poco me matas del susto! —respondió ella, llevándose las manos al pecho—. Nada más estoy buscando un bolígrafo de color rojo y una camiseta que necesito prestada. Por favor, no le digas nada a mi hermano, mamá. Ya sabes que a él no le gusta que busquen en sus cosas.

—Si sabes que no le gusta, ¿por qué no esperas y se las pides? Él no te niega nada, Artemisa. No está bien que busques entre sus cosas. No le diré esta vez para que no peleen, pero si te veo de nuevo, se lo diré —terminó la madre, cerrando la puerta tras ellas.

Artemisa esperó otro día en que la madre salió al mercado y Leonardo y su padre estaban en el trabajo, para así continuar con su búsqueda. Registró todo con tranquilidad. Arriba del armario, entre los colchones, debajo de la cama. Entonces encontró una caja debajo de la cama, muy bien guardada. En ella había alambres, pomos, objetos, herramientas. La tomó y la llevó a su auto. Luego continuó su búsqueda en la cocina. Allí encontró algunos sobres sospechosos. También los tomó y los puso en su auto. Salió hasta el anochecer.

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—Artemisa, ¿has tenido alucinaciones? —preguntó el psiquiatra.

—No, ninguna —contestó ella.

—¿No has vuelto a ver a tu amigo imaginario…? ¿Cuál era su nombre?

—Daniel… No, no lo he visto. No he hablado con él —dijo.

—¿Te has sentido perseguida? —continuó preguntado el médico.

—No…

—¿Crees que alguien te quiere hacer daño? —insistió.

—No creo, señor.

—¿Alguien conspira en tu contra?

—Para nada —aseveró—. Nadie quiere hacerme daño.

—Veo que todo está marchando bien contigo. Continúa con tus medicamentos y nos vemos en tres semanas.

—Muy bien, doctor.

Artemisa se levantó del sofá, dando una de sus sonrisas juguetonas al galeno y salió del despacho. Bajó las escaleras corriendo. Subió a su auto y tomó el celular enseguida para hacer una llamada.

—Daniel, ya salí del psiquiatra —dijo—. Nos encontramos donde siempre.

Dos niñas, dos perros y yo.7

Auri se fue, dejando casi toda mi vida organizada. Alana ya estaba matriculada en la nueva escuela. Sofi, en un centro de cuidado diurno. Solo faltaba que yo encontrara un empleo. Me conectaba todos los días a la red para hacer la búsqueda más difícil de mi vida. Pasaba horas pegada al computador llenando solicitudes, usando el curriculum vitae que Auri me ayudó a perfeccionar. Hacía años que no trabajaba, lo que lo hacía aún más complicado. Pero no podía claudicar.

Completé los trámites para el seguro social de las niñas. Tal y como me lo imaginé, apenas alcanzaba para la renta. Recibía asistencia para alimentos, pero teníamos otras necesidades que no podía cubrir. Además, aquel no era un lugar para criar a mis hijas. Desde la ventana podía ver en las noches a las mujeres que salían a vender sus cuerpos y una que otra transacción de drogas. ¿Qué futuro podía esperarnos allí? Tenía que trabajar para irme lo antes posible.

Pasaron dos meses y medio sin que encontrara ningún trabajo consistente con mi educación. Entonces decidí llenar una solicitud en una tienda por departamentos. Algún dinero tenía que entrar a la casa. Al siguiente día que solicité, recibí una llamada de la tienda ofreciéndome trabajo como cajera. Le dije a la persona que me llamó que no tenía experiencia, pero me aseguró que me entrenaban.

—Pero ese trabajo no es para ti —dijo Auri al otro lado de la línea.

—Tengo que tomarlo. No encuentro nada más —respondí—. Al menos mientras encuentro algo mejor.

—Lo siento tanto, Alma —dijo consolándome.

—Lo sé.

Me levantaba cada mañana a llevar a Alana a la escuela y a Sofi a la guardería. Después me iba a la tienda por departamentos. Todos los días mis piernas me dolían de estar de pie por ocho horas, hasta el punto de tener que esconderme para llorar. Adelgacé diez kilos. Apenas tenía fuerzas para ayudar a mi niña con sus tareas escolares. Miraba a Alana madurar antes de tiempo, esforzándose en ayudarme con todo. Luego de completar las faenas diarias, las tres nos metíamos en la cama y acurrucadas caíamos rendidas hasta el siguiente día, que era idéntico al anterior. Los fines de semana, las dejaba encerradas con instrucciones de que no abrieran a nadie mientras estaba en el trabajo.

Un día recibí en el buzón un talonario para recoger un paquete. Tan pronto pude, fui a buscarlo pensando que tenía algo que ver con los beneficios de las niñas. El empleado me entregó una caja. La miré extrañada, pero pensé que Auri la había enviado para las niñas. Sonreí pensando en lo afortunada que era de tener una amiga como ella. Me subí al carro y se la dí a Alana, quien la abrió mientras yo conducía.

—¡Mamá! —dijo emocionada— ¡Es dinero!

Detuve el carro para mirar el contenido de la caja. Había muchos billetes de cien dólares, planchaditos y separados en paquetes.

—No podemos contarlo aquí —decidí.

Llegamos a la casa y pusimos el dinero sobre la mesa. Alana y yo contamos diez mil dólares. «¿Quién habrá enviado este dinero?», pensé. No quise asustar a la niña, por lo que le dije que lo había enviado Auri. Estaba confundida y no sabía que hacer. Ese dinero me hacía falta, pero el no saber su procedencia me aterraba. Sin duda me lo habían enviado a mi, pues la caja tenía mi nombre como destinataria. Sin embargo, no tenía remitente.

Llamé a mi amiga y ella negó haberme enviado ningún paquete. No le dije el contenido e inventé que eran unas revistas. Tampoco le di detalles, porque no quería involucrarla en algo que para mi era preocupante y sospechoso.

—Tal vez es alguna promoción —dije.

El domingo tocaron a la puerta.

—Buenas tardes —saludó la mujer vestida con un traje sastre—. ¿Es usted la señora Fernández?

«¿Otra vez? ¿Y ahora qué?», pensé.

—Sí, soy yo —contesté.

—Me llamo Clara Duval —dijo, extendiéndome una tarjeta de presentación—. Vengo de seguridad social. Tengo un reporte de que usted deja solas a sus hijas menores de edad.