Díme si estás

Quisiera poder encontrarte

en los laberintos de tu cerebro

solo en el eco se escucha

tu nombre,

mi nombre.

Camino sigilosa

por oscuros recovecos,

a ver si en algún momento

me escuchas

gritando,

rogando.

Me miras sin verme

sonríes a mi tacto

es que me duele perderte,

perderte

y no verte.

Quisiera poder rescatarte

de tu mundo tan confuso

y que puedas recordar

a tu esposo

y a mis hijos.

Te canto canciones viejas

que pareces recordar,

tarareas disparates…

¿Estás ahí?

Díme si estás.

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Se quemó

Hubo un gran fuego,

y se quemó la casa,

y se quemaron los perros,

y se quemaron los gatos.

No quedó ningún retrato

de mi padre o de los tíos,

ni de aquel primo enfermo

que murió hace muchos años.

Se quemó todo.

Se quemaron los recuerdos

que mamá tenía en el armario.

Las tarjetas de las pascuas

y las de aniversarios.

Se quemaron los pañuelos

con los que mi abuelo

secó las lágrimas

que lloró la abuela antaño.

Se quemaron las cortinas

y se quemaron las sábanas,

y se quemaron los besos

que nos dábamos los sábados.

Se quemaron nuestros versos

escritos en el cuaderno

cuando no teníamos historia

y solo éramos chiquillos.

Se quemaron nuestros sueños,

solo se hicieron cenizas:

con el gato, con el perro,

con las fotos y tarjetas.

Destruídos con los besos,

con los versos y el cuaderno.

Se quemó todo, se quemó.

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Gabriel.3

Pasaron las horas más largas de su vida. Armando caminaba de un lado para otro en la sala de esperas, sin poderse sentar. Cada vez que se abría la puerta, esperaba que le informaran que todo había terminado, para poder volver a respirar. Tenía una serpiente venenosa anudada en la boca del estómago. Lo que más lo desesperaba era ese sentimiento de impotencia, de no poder hacer nada. Hubiera querido echar el tiempo atrás y acompañar a su mujer a todas las citas prenatales. Si hubiera ido, seguro que se habría percatado de que algo no andaba bien. Si hubiera estado con ella. Si le hubiera demostrado lo mucho que la amaba.

La madre de Grabriela tomó un avión en la madrugada y llegó como a las nueve de la mañana. Entró como loca a la sala de esperas y en un segundo interrogó al yerno. Armando solo sabía que habían tenido que operar a su esposa, que se había puesto muy mala y nada sabía del bebé.

—¿Pero cómo que no sabes nada más? —preguntó la suegra impertinente—. Seguro que no has preguntado a quién debes.

—Doña Lila, es muy poca la información que me han dado —respondió el criticado Armando —. Estoy aquí desde la madrugada y es todo lo que me han dicho.

Para salir del desesperante interrogatorio, inventó que tenía que buscar un café, ofreciéndole uno a ella, se alejó rápido. Hubiera querido marcharse para siempre, pero no podía irse de allí sin su esposa y el bebé que tanto habían esperado.

Se abrió por fin la puerta, llamándolo. La suegra quiso entrar, pero el médico fue muy específico en que solo el esposo podía entrar. Una vez en la oficina del médico, este le ofreció sus condolencia. La criatura había nacido pero con un defecto congénito: anoftalmía.

—No entiendo —dijo Armando con exprensión confundida.

—En otras palabras, su hijo no tiene ojos.

—¿Cómo es eso? ¿Acaso este defecto no salió en ninguno de los exámenes que se le hizo a mi esposa? ¿No lo pudieron detectar antes?

—Lamentablemente, no lo pudimos detectar. No sale en los estudios porque la cuenca del ojo está ahí. Por alguna mutación no se desarrollaron los ojos.

—¿Cuándo puedo ver a mi esposa? ¿Ya vio al niño? ¿Cuándo puedo verlo?

—De eso también quiero hablarle —dijo solemne el galeno—. Ella no soportó la cirugía. Estaba muy débil y perdió mucha sangre. Hicimos todo lo posible…

—¿Todo lo posible? —gritó—. Me entrega a mi mujer muerta y a un niño ciego. ¿Cómo se supone que voy a continuar mi vida?

El médico le dio una palmada en la espalda. Indicó con un gesto a la enfermera que lo dejara solo por unos minutos. Cuando salieron del despacho, un grito desgarrador retumbó desde adentro y se escuchó por el pasillo.

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Marion, ¿de dónde vienes? VI

Un día me miré en el espejo y unas enormes tetas salían de mi pecho. «¿Cuándo llegaron aquí? ¿Para qué me sirven? Me siento desfigurada», pensaba, mientras escrutaba mi cuerpo. Busqué en el cajón una camisa ancha, para que no se me notaran. Comencé a caminar jorobada, con el pecho hacia adentro con el fin de esconderlas. Aún así, los compañeros del colegio me miraban, comentaban y se reían a mi paso. A mis amigas les parecía un lujo. Muchas se ponían papel higiénico para aparentar que tenían, pero a mi esas inmensas protuberancias me molestaban.

—Marion —llamó el maestro de educación física—. Ven aquí. Quiero que saltes la soga. Anda, ven. Hazlo más —repetía, mientras sus ojos adquirían un color rojo vidrioso. Me sentía incómoda pues no quitaba sus ojos de mis tetas.

En esa época me daban unos dolores de cabeza terribles. Mamá decía que era el resultado del estudio que me hicieron cuando me tomé las pastillas. Aunque no sabía si creerle. Había pasado mucho tiempo. Yo pensaba que eran las pesadillas. Soñaba muchas veces que corría por un largo pasillo pero no llegaba a ninguna parte. Una voz me preguntaba, —Marion, ¿de dónde vienes? —. Entonces despertaba asustada y sudorosa. Alguna vez se las conté a papá, pero él dijo que eso eran solo malos sueños. Aunque luego le escuché comentarle a mamá preocupado.

—¿Crees que ella recuerde algo? —preguntaba.

—No creo —respondió ella—. Estaba muy chica.

Una tarde en que salía más tarde que de costumbre de las duchas del colegio me encontré con el profesor. Sus ojos tenían el mismo color rojo vidrioso de cuando me pedía que brincara la soga.

—¿Qué pasó que te retrasaste? —preguntó.

—Se me había quedado la ropa limpia en el casillero y tuve que volver a buscarla —contesté.

Tenía frío. Noté que miraba fijamente mis pezones que estaban erectos. Tenía el pelo mojado y se me había humedecido la camisa justo encima de ellos. Él se acercó. Sentí cerca de mí su respiración agitada. Vi un bulto en su pantalón. Entonces sentí las mismas cosquillas que sentía cuando Tomi me tocaba. Me quedé muy quieta esperando que me tocara. Como no me moví, él metió su mano adentro de mi camisa, subiendo lentamente hasta mi pecho, agarrando mi pezón con los dedos. Los latidos de mi corazón aumentaron. Creo que esperó para ver que hacía. Como no hice nada, subió la camisa y comenzó a lamerme los pechos, pegándome a la pared. Chupaba y me mordía los pezones. Sentía que su barba me abrasaba la piel. Con mi muslo se frotaba el bulto de su entrepierna hasta que lo escuché gemir. Poco a poco sus jadeos se hicieron más lentos. Hasta que volvió a mirarme con sus ojos rojo vidriosos.

—No puedes decir nada de lo que pasó. Es un secreto —advirtió en voz baja—. Vete. No pueden vernos juntos —dijo y me dejó ir como a un animalito atrapado.

El hombre que quise ser. 18

Pepe despertó a eso de las dos de la mañana. Unos sollozos que provenían del portal interrumpieron su sueño. Bajó las escaleras rápidamente, abrió la puerta, encontrándose con Agustín tirado en la escalera, borracho, llorando amargamente. Un dolor solidario se apoderó de él. Lástima.

—Amigo —dijo acercándose para ayudarle a levantarse—. Ven, levántate.

—No quiero, Pepe —contestó el infeliz—. Es mi fin. Estoy acabado.

—¿Cómo dices eso? No estás acabado.

—Sí lo estoy. Perdí a la mujer de mi vida…

—Pero Tino —dijo Pepe sorprendido—, no sabía que tu asunto con Clara era tan en serio.

—No hablo de Clara, amigo. Hablo de Victoria. La perdí como un buen pendejo. Fui muy feliz con ella. Conocí el amor y lo dejé ir. Este es el resultado. ¿No lo ves?

Pepe calló. No tenía argumento alguno. Solo podía sentarse al lado de su amigo y sufrir con él. Verle caído, humillado, vencido le partía el alma. Lo escuchaba hablar en un monólogo doloroso, triste y no sabía que decir para consolarlo.

—¿Sabes Pepe? —continuó—. Es muy tarde… muy tarde… tarde… Hoy me dí cuenta, de que es muy tarde para mi. Cuando tenía cuarenta años, pensaba que me quedaba un montón de vida por delante. Que podía tirarme para atrás a escoger. Que iba a encontrar otra mujer igual o mejor que mi Victoria. Pasaron rubias, morenas, pelirrojas. Flacas, gordas. Lindas, feas. Me cansé de follarme cuanta mujer encontré, buscando lo que tenía con ella. ¡Qué iluso! Pasó el tiempo y no llegó ninguna. Por supuesto, no llegaría nadie como mi Victoria jamás. Y ahora, soy un viejo. Un viejo. ¿Me ves? Soy un viejo… Sí, me miro en el espejo… Estoy viejo. Una niña me ha dicho en mi puta cara lo que soy… Un cabrón y puto viejo… Y puñeta, me duele, Pepe… me duele…

Esa noche Agustín enganchó los guantes. Se volvió un hombre sombrío y solitario.

Clara y Sixto José continuaron viéndose y se enamoraron. Eventualmente decidieron casarse. Sixto José, le pidió a su padrino —que en realidad era su padre—, que fuera su padrino de bodas. «¿Qué más da», pensó Agustín, «Soy el padrino de todo».

Unos meses después, Pepe le dio la noticia de que Carlos había fallecido.

—¿Qué se murió? —dijo reaccionando—. ¿Cómo que se murió ese cabrón? Yo que se la tenía jurada. Pepe, ¿sabes lo que se siente? ¿Tienes idea de que siento en este momento? Teníamos una cuenta pendiente y no puedo cobrarla. Él se robó al amor de mi vida, y se muere sin que yo le parta la cara.

—Tino, estás fuera de lugar —opinó su amigo—. Te recuerdo que Carlos no te robó nada. Victoria terminó contigo. Ellos eran libres de hacer lo que les diera la real gana con sus vidas.

—Sí, pero él era mi amigo. Él sabía que yo la amaba.

—Otra vez con esa historia… Ya está bueno con eso. Tú perdiste a Victoria y punto.

—¿Y dónde está ella? ¿Va a regresar?

—No creo, Tino. Su hijo se la ha llevado de viaje por Europa.

—Ah… ¿Y también tuvo un hijo con ese cabrón?

—¿Vas a seguir? Estaba casada con él. Quiso tener la familia a la que tenía derecho y que tu le negaste. Ahora tiene ese hijo que es la luz de sus ojos, que cuida de ella, que la acompaña. Y hablando de compañía, tal vez es tiempo que tu vayas buscando la tuya.

—No. Yo estoy bien como estoy.

Pepe falleció un año después.

Agustín se hundió en una terrible depresión. No hallaba consuelo sin su amigo y confidente. Vivian se convirtió en una buena amiga desde entonces, ayudándose mutuamente a sobreponerse de la pérdida, que la muerte de Pepe representó para ambos. De aquella relación tormentosa que hubo entre ellos no quedaba nada, excepto el cariño nacido de los años de conocerse.

Sixto José ocupó el puesto de su padre en la empresa. Contaba con Agustín para todo, pues este se conocía al dedillo todas las operaciones del negocio, por el tiempo que llevaba trabajando allí. Por eso le guardaba un gran respeto y consideración.

Zumo de Lagrimas

Zumo de lágrimas

extracto de sangre

No existe un dolor más profundo

y más grande

ni que te hunda en el peor de los abismos

que el dolor nacido en la desgracia de un hijo

Es como si te rasgaran las víceras

como si te arrancaran las uñas

como una pena sin consuelo

como una muerte sin duelo

Zumo de lágrimas

llanto de padre

una espina en el alma clavada

que se ensaña hiriente y que te muerde

que se ríe mientras te apuñala

la suerte de tu niño se retuerce

Zumo de lágrimas

llanto de sangre

es un duende burlón que te acribilla

mientras meces la cuna adolorido

gimiendo, gritando, dando alaridos

por un pasado que te deja sin vida