Perseguida

              Reina corría aterrorizada entre los matorrales. Una presencia la perseguía sin que ella pudiera precisar quién o qué era. Sentía una respiración agitada a sus espaldas, pero cuando se volvía a mirar no veía a nadie ni a nada. Tropezó. Al caer se laceró las rodillas y se torció el tobillo izquierdo. Sus anteojos se le cayeron, pero no podía encontrarlos entre la maleza. Se quedó sobre la hierba por unos segundos temiendo ser alcanzada por el ser que iba tras ella. Reunió fuerzas y se levantó. Al principio cojeaba, pero tan pronto volvió a sentir la excitada aspiración que la oprimía, siguió avanzando hasta llegar al acantilado.

            El despeñadero que otrora había sido el lugar en donde podía desahogarse sin que la interrumpieran o abrumaran con preguntas, ahora parecía ser el punto de su final. Se detuvo mirando el mar, su profundidad, las tonalidades de azul. ¡Cuántas veces había disfrutado este espectáculo desde el abismo! ¿Por qué ahora era su enemigo?

            Los árboles cedían ante la fuerza violenta del viento. Los pájaros huían asustados de sus nidos dejando las crías a su suerte. ¿Sentían lo mismo que ella? Un frío de muerte le corrió el cuerpo. Estaba cayendo el sol y estaba atrapada. Miedo. Horror en el alma.  Un ruido de pasos acercándose la hicieron girar. No veía a nadie, pero preveía que ya la iban a agarrar, que le harían toda clase de torturas.  Ya no tenía tiempo. Sin pensarlo más se lanzó al vacío.

            Un dron tomó el video de la caída mientras sus hostigadores se burlaban. Obtuvo cien millones de «likes».

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La escena

Silvia abre la puerta y entra. Tiene un vestido de estampado animal ajustado y unos estiletos negros de charol. Armando se levanta del sofá tan rápido que pareciera como si tuviera un resorte. La mira con rabia. Ella pone su bolso sobre la mesa y se dirige a él. Sin mediar palabra alguna, ella saca la mano, le pega una y otra vez. Él aguanta las bofetadas pero se cansa y le agarra la mano. Ella intenta agredirlo con las uñas, pero él la sostiene por las muñecas para evitar que siga pegándole.

Silvia le escupe la cara y es cuando Armando ya no soporta tanta violencia. No se han dicho nada, es cierto, pero él ya no está dispuesto a permitir este maltrato y le cruza la cara de un golpe que la tira al piso. Ella se queda tirada, mirando el suelo y con el dorso de la mano se limpia un hilito de sangre que le sale de la esquina de la boca. Se levanta poco a poco, trastabillando, nerviosa. Una lágrima recorre su rostro sombrío.

¡Cooooooorrrrteeeeen!!! —grita el director de la telenovela.

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La confesión

Bendición, madre —dijo Ágnes mientras le besaba la mejilla a su progenitora.

—Parece que se te había perdido el camino —respondió la vieja mujer retorciendo el rostro en una mueca de disgusto.

—Ya te había dicho que iba a hacerme la operación —contestó la hija.

—¿Qué operación?

—La del estómago, madre. Para bajar de peso.

—¡Ah! Esa… Total, te ves igual de gorda. Siempre has estado muy gorda —observó la vieja mirándola de arriba abajo en detalle.

—He perdido peso…¿No lo ves?

—No. Además —dijo empujando su dedo índice en la boca de su hija—, tienes los dientes amarillos.

—¿Es que nunca podré complacerte? He perdido peso y mis dientes son del color que son los de cualquier persona. ¡No lo puedo creer, madre! —declaró frutrada—. Me he sacado la mitad de uno de mis órganos vitales solo para bajar las libras que me sobran, para que me vieras diferente, para que estuvieras contenta, para que me vieras bonita. Y ni aún así logro hacerte feliz —reclamó Ágnes con evidente dolor en sus palabras.

—Sabes bien que siempre fuiste un dolor de cabeza para mí.

—Ya sé. Por qué no fui como tu otra hija, Doña Perfecta —apuntó sarcástica.

—¡No le llames así! Ella siempre me llenó de orgullo. Siempre fue delgadita, estudiosa, obediente y se casó virgen.

—Sí… entiendo. La hija que toda madre quiere tener.

—Pues sí. Ella me llenaba de satisfacción y orgullo. ¿Por qué no pudiste ser como ella? —reclamó llevándose las manos a la cabeza.

—Porque no soy ella. Nunca pudiste ver mis logros. También estudié. Soy buena persona. Pero dime, madre, esa hija a la que tanto adoras, ¿dónde está ahora?

—Tu sabes que no puede venir. Trabaja mucho. Es una persona importante en la administración de su empresa —ripostó defendiendo a la hija ausente.

—Sí, eso ya lo sé. No la has visto en dos años, ni te llama por teléfono. Creo que ni le importas —dijo sonriendo mordaz—. Me pregunto, ¿alguna vez he hecho algo importante para ti?

—Solo has sido un fracaso.

—¿Por qué? ¿Porque me casé muy joven? ¿Porque me divorcié?

—Las mujeres divorciadas no valen nada.

—¿Preferirías entonces que me hubiera dejado maltratar? ¿Que dejara que maltrataran a mis hijos? ¿Qué viviera con un hombre alcohólico y enfermo? Eso ni en mil años lo iba a permitir, madre.

—¿Y qué hiciste luego de divorciarte? Correr de hombre en hombre…

—¡Cállate! No sabes lo que dices —la interrumpió Ágnes quien ya estaba a punto de llorar—. Hay tanta gente que piensa como tú. Hay tantos hombres que piensan como tú. Pues tú y ellos están equivocados. Yo valgo, no te necesito a ti para que me lo digas —suspiró—. ¿Es que nuestras visitas siempre van a transcurrir así?

—No te gusta que te diga la verdad. No la soportas.

—No es la verdad la que no soporto. Es tu falta de amor.

—Tu padre te amaba lo sufiente por los dos…

—¿Mi padre me amaba? ¡Mi padre me tocaba con sus manos asquerosas!

—¿No me digas que a ti no te gustaba?

—¿Qué? —preguntó Ágnes sorprendida, con el nudo en la garganta y ganas de golpear a aquella insensible mujer—. Cuando te conté no me creíste. Dijiste que era mentira.

—Siempre has sido una mentirosa. ¿Por qué habría de creerte?

—Porque yo era una niña pequeña y no tenía quién me defendiera. Solo te tenía a ti y como respuesta me rapaste la cabeza para que aprendiera a no decir mentiras. No sabes el daño que me hiciste. ¿De qué estás hecha?

—Eres tan dramática, hija. ¿Sigues con el tratamiento psiquiátrico?

—¿Y eso qué te importa?

—Pregunto porque al parecer no te está ayudando para nada. Siempre reclamando, siempre quejándote. ¡Madura ya!

—No sé por qué todavía te visito. Eres muy cruel.

—Es tu obligación. Soy tu madre.

—¿Y tu? ¿Tienes obligaciones conmigo?

—Ya te crié. Te vestí, te alimenté, te cuidé. Cumplí con la mía.

—Pero tenías que amarme también.

—¿Vas a seguir con eso?

—Hasta que te mueras tú o me muera yo, sí. Mira, cumpliré contigo, pero de ahora en adelante será bajo mis términos —advirtió una enfadada Ágnes—. De ahora en adelante no me dirás que estoy gorda o que mis dientes están amarillos. No harás ninguna crítica sobre mi aspecto físico. Al menos me hablarás con respeto ya que no puedes amarme.

—¡Jajaja, Ágnes! —rió la mujer burlándose—. ¿Crees que a estas alturas de la vida vas a cambiarme?

—¡Entonces explícame por qué no me quieres! —gritó fuera de control. La madre se quedó en silencio—. Al menos así podré entenderte —suplicó.

—Estoy segura de que no quieres escuchar mis razones. Mejor déjalo así —al fin contestó la vieja por primera vez conmovida.

—Quiero saber. Creo que me lo debes.

—Tal vez —dijo meditativa. Respiró hondo y continuó—. Yo no quería tener hijos de tu padre.

—¿Cómo? No te entiendo —reaccionó todavía más confusa—. Si no querías hijos con él, ¿por qué le diste dos hijas?

—Amanda no es hija de tu papá —soltó de sopetón—. Es hija del hombre que amé siempre.

—¿Y por qué no te quedaste con él?

—Porque era casado.

—¡Jajaja! —rió Ágnes histérica—. ¡Madre, después de todo eres tan puta como yo!

—Por eso mismo no te quiero, porque eres igualita a mi —concluyó.

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Envejeciendo

Supe que estaba envejeciendo cuando empecé a llorar por todo. Alguien me había advertido ya, que a las viejitas les da por andar sollozando por las esquinas. Me miraba en el espejo, pero el paso de los años parecía no haber dejado huellas profundas en mi rostro. Las temidas patas de gallo apenas asomaban. Tampoco mi pelo había emblanquecido. La vejez me estaba atacando por dentro, en mi alma. Los niños habían crecido, la casa estaba vacía. Un doloroso silencio asaltó de repente mi hogar. No había música estridente, ni gritos por las habitaciones. Las cosas estaban en su lugar. No habían calcetines hediondos por los suelos, ni regueros sobre la mesa del comedor. Choqué con mi realidad. Estaba sola.

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Las nubes

—Lo último que recuerdo es que miraba por la ventana del avión. Las nubes parecían copitos de algodón, blanquísimos, iluminados por el sol. Entonces vi a un hombre en una de ellas vestido como un leñador. Brincó de nube en nube hasta llegar a mi ventana y me besó —dijo Esperanza a la psiquiatra.

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Ella

Alberto encontró la puerta entreabierta. La empujó despacio. En la penumbra se dibujaba un hermosa silueta. Ella. La habitación estaba embalsamada en esencias aromáticas que incitaban sus ansias. Se acercó. Su suave perfume lo embriagó de inmediato empujándolo a poseerla como un animal. No mediaron palabras durante el acto. Gemidos sí. Muchos. Él se quedó aturdido. ¡Qué manera de follar tenía esa mujer!

—No enciendas la luz —dijo ella—. El dinero está sobre la mesa de noche.

Alberto tomó su dinero, aunque no le habría cobrado nada. Ella se levantó de la cama y se fue al baño. Mirando el espejo sonrió. No estaba nada mal para sus ochenta y cuatro años.

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La custodia

Como hace días que no publico nada, aquí les regalo un relato que publiqué hace unos meses en Salto al Reverso. Espero les guste. 🙂

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—Puedes quedarte con lo que quieras. Con la casa, con la cuenta bancaria, con el carro. Si quieres, hasta con la colección de discos de Roberto Carlos, pero la custodia de Angie la voy a ir pelear hasta la corte celestial si es preciso —gritó Eduardo dando un portazo. Este era su último arranque de coraje que tendría en el que había sido su hogar por los últimos ocho años.

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—Me parece que los abogados deben reunirse con las partes y aconsejarlos sobre lo que es razonable en estos casos —recomendó el juez, harto de la controversia sobre la custodia—. Si me obligan a mi a resolver, —dijo dirigiéndose a Alma y a Eduardo—uno de ustedes perderá a Angie para siempre.

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—Su Señoría, las partes han llegado a un acuerdo —expuso en tono triunfante uno de los abogados, mientras el otro asentía a su lado con cara de imbécil—. La señora Alma Acosta conservará la custodia y el señor Eduardo Martínez tendrá derecho de visitas los domingos de cada semana. Este convenio finiquita la controversia. Ambas partes se dan por satisfechas —concluyó.

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El siguiente domingo Eduardo fue a ejercer su derecho de visitas. Tocó la puerta de lo que una vez fue su castillo. Alma abrió la puerta dirigiéndole una mirada triunfal. Angie corrió a sus brazos alegremente. Él se bajó a abrazarla mirando a Alma con el odio del que recoge las migajas. Luego se dirigió al carro, abrió la puerta y Angie se subió al asiento trasero, meneando el rabo feliz.

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En el despacho

Son las tres de la tarde. Genaro deja caer la cabeza sobre las manos, se las pasa por la frente estrujándose los ojos. Luego se pasa los dedos por el pelo de adelante hacia atrás. Suspira. Se siente agobiado. Mira a su alrededor y hay pilas y pilas de expedientes, que parecen moverse a voluntad del grupo de los trabajados, al grupo de los por trabajar. Genaro está seguro que ya había trabajado el de Martinez Perea. Pero no, sigue ahí. «Ese caso es un dolor de cabeza», piensa. Cierra los ojos. Le arden. Se quita los anteojos y los limpia, pensando que ve nublado porque están sucios. Se los coloca de nuevo, pero sigue viendo igual. Cierra los ojos y los aprieta y de repente ve una imagen borrosa, luego un relámpago. Algo así como cuando la imagen de un televisor tiene interferencia y  se escucha un zumbido. Se queda quieto. No siente dolor ni ninguna molestia, solo el olor inconfundible del pachulí. Abre los ojos, mira alrededor escudriñando cada rincón para ver si las empleadas han puesto alguna veladora, pero no hay nada que pueda despedir ese olor tan familiar. Será el recuerdo del pachulí, pero le parece tan real. Frunce el ceño extrañado.

La secretaria abre la puerta sin tocar. Se molesta. La mira con ojos centelleantes, pero contesta con gran amabilidad a la pregunta que esta le hace. Ella se va. «¿Por qué, por qué no puede tocar la puerta?», se pregunta. Estira los brazos y la espalda y siente cuando le truenan. Vuelve a cerrar los ojos y de nuevo el olor, la imagen borrosa y el relámpago. Ahora el último dura más, el zumbido se escucha más alto, podría decirse que ensordecedor. Genaro se desmaya, o al menos eso cree.

La imagen borrosa empieza a verse más clara.  Es una mulata con senos enormes. Son redondos con pezones oscuros y erectos, que a él le dan deseos de chupar. Ella lo llama, le ofrece los pezones y le enseña la lengua. Él la mira cuando se pasa la lengua por los labios y vuelve a ofrecerle los pezones. Como está tan aturdido ante la visión, no puede moverse. Entonces ella se agarra las dos tetas y se las pone en la cara. A Genaro le huele a mujer bañada en pachulí. Siente su piel caliente y de nuevo el relámpago.

Abre los ojos, siente frió y su camisa está sudada. Se toca para saber que está despierto. Se levanta azorado y va a la puerta. La abre y mira hacia afuera: a la derecha y a la izquierda. Escucha al socio hablando en el teléfono. Las impresoras funcionando. Huele el olor del esmalte de una de las secretarias que está arreglándose las uñas sin ser vista. Decide no llamar a nadie. Cierra la puerta de nuevo y cuando mira hacia atrás, ahí está la mulata. En vivo y a todo color. Está sentada sobre el escritorio con las piernas abiertas llamándolo. Se sobresalta. No sabe que hacer ni que decir. Si la secretaria vuelve a abrir la puerta sin tocar, ¿qué va a hacer?

Mira a la mulata y se recrea en lo que ve. Tiene el pelo largo, negro y rizado. La piel morena y pareja, sedosa. Los pechos monumentales, el vientre perfecto, las caderas rellenas, las piernas hermosas. Decide acercarse a la mujer, consciente de que cualquiera puede entrar en cualquier momento. Siente que la cremallera le va a explotar, hace mucho que no tenía una erección como esta. La toca, se marea de gusto y siente el orgasmo. Mira a la mujer a los ojos para agradecerle, pero los tiene vacíos. El siente que cae como en un precipicio dentro de ellos y se sumerge.