La confesión

Bendición, madre —dijo Ágnes mientras le besaba la mejilla a su progenitora.

—Parece que se te había perdido el camino —respondió la vieja mujer retorciendo el rostro en una mueca de disgusto.

—Ya te había dicho que iba a hacerme la operación —contestó la hija.

—¿Qué operación?

—La del estómago, madre. Para bajar de peso.

—¡Ah! Esa… Total, te ves igual de gorda. Siempre has estado muy gorda —observó la vieja mirándola de arriba abajo en detalle.

—He perdido peso…¿No lo ves?

—No. Además —dijo empujando su dedo índice en la boca de su hija—, tienes los dientes amarillos.

—¿Es que nunca podré complacerte? He perdido peso y mis dientes son del color que son los de cualquier persona. ¡No lo puedo creer, madre! —declaró frutrada—. Me he sacado la mitad de uno de mis órganos vitales solo para bajar las libras que me sobran, para que me vieras diferente, para que estuvieras contenta, para que me vieras bonita. Y ni aún así logro hacerte feliz —reclamó Ágnes con evidente dolor en sus palabras.

—Sabes bien que siempre fuiste un dolor de cabeza para mí.

—Ya sé. Por qué no fui como tu otra hija, Doña Perfecta —apuntó sarcástica.

—¡No le llames así! Ella siempre me llenó de orgullo. Siempre fue delgadita, estudiosa, obediente y se casó virgen.

—Sí… entiendo. La hija que toda madre quiere tener.

—Pues sí. Ella me llenaba de satisfacción y orgullo. ¿Por qué no pudiste ser como ella? —reclamó llevándose las manos a la cabeza.

—Porque no soy ella. Nunca pudiste ver mis logros. También estudié. Soy buena persona. Pero dime, madre, esa hija a la que tanto adoras, ¿dónde está ahora?

—Tu sabes que no puede venir. Trabaja mucho. Es una persona importante en la administración de su empresa —ripostó defendiendo a la hija ausente.

—Sí, eso ya lo sé. No la has visto en dos años, ni te llama por teléfono. Creo que ni le importas —dijo sonriendo mordaz—. Me pregunto, ¿alguna vez he hecho algo importante para ti?

—Solo has sido un fracaso.

—¿Por qué? ¿Porque me casé muy joven? ¿Porque me divorcié?

—Las mujeres divorciadas no valen nada.

—¿Preferirías entonces que me hubiera dejado maltratar? ¿Que dejara que maltrataran a mis hijos? ¿Qué viviera con un hombre alcohólico y enfermo? Eso ni en mil años lo iba a permitir, madre.

—¿Y qué hiciste luego de divorciarte? Correr de hombre en hombre…

—¡Cállate! No sabes lo que dices —la interrumpió Ágnes quien ya estaba a punto de llorar—. Hay tanta gente que piensa como tú. Hay tantos hombres que piensan como tú. Pues tú y ellos están equivocados. Yo valgo, no te necesito a ti para que me lo digas —suspiró—. ¿Es que nuestras visitas siempre van a transcurrir así?

—No te gusta que te diga la verdad. No la soportas.

—No es la verdad la que no soporto. Es tu falta de amor.

—Tu padre te amaba lo sufiente por los dos…

—¿Mi padre me amaba? ¡Mi padre me tocaba con sus manos asquerosas!

—¿No me digas que a ti no te gustaba?

—¿Qué? —preguntó Ágnes sorprendida, con el nudo en la garganta y ganas de golpear a aquella insensible mujer—. Cuando te conté no me creíste. Dijiste que era mentira.

—Siempre has sido una mentirosa. ¿Por qué habría de creerte?

—Porque yo era una niña pequeña y no tenía quién me defendiera. Solo te tenía a ti y como respuesta me rapaste la cabeza para que aprendiera a no decir mentiras. No sabes el daño que me hiciste. ¿De qué estás hecha?

—Eres tan dramática, hija. ¿Sigues con el tratamiento psiquiátrico?

—¿Y eso qué te importa?

—Pregunto porque al parecer no te está ayudando para nada. Siempre reclamando, siempre quejándote. ¡Madura ya!

—No sé por qué todavía te visito. Eres muy cruel.

—Es tu obligación. Soy tu madre.

—¿Y tu? ¿Tienes obligaciones conmigo?

—Ya te crié. Te vestí, te alimenté, te cuidé. Cumplí con la mía.

—Pero tenías que amarme también.

—¿Vas a seguir con eso?

—Hasta que te mueras tú o me muera yo, sí. Mira, cumpliré contigo, pero de ahora en adelante será bajo mis términos —advirtió una enfadada Ágnes—. De ahora en adelante no me dirás que estoy gorda o que mis dientes están amarillos. No harás ninguna crítica sobre mi aspecto físico. Al menos me hablarás con respeto ya que no puedes amarme.

—¡Jajaja, Ágnes! —rió la mujer burlándose—. ¿Crees que a estas alturas de la vida vas a cambiarme?

—¡Entonces explícame por qué no me quieres! —gritó fuera de control. La madre se quedó en silencio—. Al menos así podré entenderte —suplicó.

—Estoy segura de que no quieres escuchar mis razones. Mejor déjalo así —al fin contestó la vieja por primera vez conmovida.

—Quiero saber. Creo que me lo debes.

—Tal vez —dijo meditativa. Respiró hondo y continuó—. Yo no quería tener hijos de tu padre.

—¿Cómo? No te entiendo —reaccionó todavía más confusa—. Si no querías hijos con él, ¿por qué le diste dos hijas?

—Amanda no es hija de tu papá —soltó de sopetón—. Es hija del hombre que amé siempre.

—¿Y por qué no te quedaste con él?

—Porque era casado.

—¡Jajaja! —rió Ágnes histérica—. ¡Madre, después de todo eres tan puta como yo!

—Por eso mismo no te quiero, porque eres igualita a mi —concluyó.

Actividad.6 Taller Literario Fleming Lab

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24 comentarios en “La confesión

  1. Elficarosa dijo:

    Es de una crudeza que asusta, me da mucha pena esa hija despreciada por una madre incapaz de asumir sus errores y ver una realidad evidente, esa hija que tanto quiere, le ha fallado, sin embargo a quien tanto desprecia es a la que tiene. Me alegro que se enterase por fin porque no la quería, así al menos tiene razones también para no quererla. Me ha impactado mucho. Un abrazo y feliz domingo.

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